sábado, 13 de marzo de 2010

UN ARÍCULO SOBRE MIGUEL DELIBES PUBLICADO EN "EL MUNDO"





MIGUEL DELIBES Y EL SÍNDROME DE ANTONIO MACHADO


Ningún hombre escapa a su tiempo histórico, ni a su país. Nadie escapa a una fecha de nacimiento, y la de Miguel Delibes fue un 17 de octubre de 1920, y lo que esa fecha traía tras de sí. Veo a Miguel Delibes como ejemplo de una manera de ser escritor en aquella España que ya no existe y que incluso a veces da la sensación de que nunca existió. En mi memoria guardo nostalgia de la lectura de muchas novelas de Delibes. Recuerdo, especialmente, la novela Señora de rojo sobre fondo gris (1991), que me emocionó especialmente por su carácter autobiográfico, sobriamente autobiográfico. No voy a traer a colación aquí los hitos de la narrativa de Delibes, sería ocioso. La iconografía delibesiana muestra a un hombre sereno, noble, castellano, y bueno. Ahora mismo, estoy repasando varios videos de Delibes que hay colgados en YouTube, tampoco son muchos, creía que habría más. Me detengo en uno que me parece distinto. Es la entrega de la Medalla de Oro de Castilla y León, celebrada en noviembre de 2009. Delibes, muy anciano, recibe al Presidente de la Junta y le manifiesta el honor de que haya venido a su casa a entregarle la medalla. Delibes está sentado en una mecedora. Detrás se ve un aparato de música plateado, un amplificador que pudiera ser, por su diseño, de mediados de los años ochenta. El entorno es austero. Se ven unos visillos y una persiana que se adivina de plástico. El Presidente de la Junta abraza a Delibes e, inopinadamente, le da dos besos. Me detengo en ese raro gesto del Presidente de la Junta: dos besos. Imagino que esos dos besos contienen algo que va más allá del reconocimiento del mérito literario, algo que tiene que ver con la pena y la memoria, algo a lo que podríamos bautizar como el “síndrome Antonio Machado”. La figura de Delibes tiene el síndrome machadiano: la frente ancha y la bondad y la autenticidad como síntomas de una vida y de una obra literaria; el amor a la naturaleza, el aliento rural como consistencia humana. El ruralismo de Delibes era, en realidad, el ruralismo de todo un país que veía en el campo el único lugar en donde la ignorancia de la Historia podía ser legítima. Porque la Historia de España se llamaba Franco. El campo solitario era el lugar en donde la dictadura franquista se desvanecía por el simple hecho de que allí no había más que ríos, colinas, árboles y conejos. También en Machado la naturaleza representaba el único lugar en donde un país llamado España se desvanecía, se desvanecía el Mal. Delibes escribió en la posguerra española, en el momento más gris de la Historia de España. Salir indemne de ese momento histórico era casi imposible. Y ese, en el fondo, es el problema de la literatura española que se da a conocer en la década de los años cuarenta del pasado siglo: triunfar literariamente en un país políticamente muerto es bien poco ilusionante. Quizá esa sea la percepción sociológica y estética que tenemos muchos escritores de mi generación al recordar el tiempo histórico en que Delibes escribió. Queremos huir de esa España, de esa España en blanco y negro, porque Franco llegaba a todas partes.
Esos dos besos que da a Delibes el Presidente de la Junta de Castilla y León son los dos besos que también daríamos a Antonio Machado. Es el síndrome que nos dejó Machado: la manera de encontrar la legitimidad moral y estética en una literatura que nace en medio de la mediocridad histórica. En todo caso, para mí Delibes representa esa dignidad de querer ser escritor en medio de una dictadura que empobrece todo lo que toca. Es verdad que Delibes siguió publicando, y mucho y bien, en la Democracia. Pero ese nacimiento en octubre de 1920 seguía pesando. Delibes continuó la senda machadiana de mezclar humildad y verdad. Sus lectores buscaban eso. La otra forma de poder ser escritor en la España de aquella época la representó Camilo José Cela. Tal vez no había más formas. Podemos recordar al olvidado Gonzalo Torrente Ballester, y a la también olvidada Carmen Martín Gaite. Hay un olvido creciente en torno a la generación de Delibes. Delibes y Cela acabaron representando, en alguna medida, el poli bueno y el poli malo de la narrativa española de posguerra. Cela se llevó el Premio Nobel, y con el Nobel, Cela se desquitó de tantos años de pertenencia a un país cultural, política y económicamente mediocre. Cela sobrevoló la Historia de España con el Premio Nobel en una mano. Sin embargo, a día de hoy, Cela está en el purgatorio de las letras españolas, pese al Nobel. El destino de Delibes, siempre un destino machadiano, consistió en permanecer de manera inalterable al pie de la literatura española. Otros escritores españoles se zafaron de la incuria histórica como pudieron. Pienso en Juan Benet, o en poetas como Jaime Gil de Biedma, pero ambos son posteriores a Delibes, y en cualquier caso ni Benet ni Biedma fueron escritores populares. Fueron los escritores que nacieron una década después de Delibes los que ya pudieron, en la medida de sus posibilidades, sacarse de encima la peste de la posguerra.
Miguel Delibes representa, en mi opinión, el lugar del escritor en una España triste, la profesión de escritor en un país ignorante y atrasado, desconectado de Europa y del mundo. Un escritor español es lo que España, en cada momento histórico, le permite ser. Miguel Delibes fue lo que España le dejó ser. Nunca fue fácil ser escritor en España. Ahora, en este 2010, es mucho más fácil que en la España de Delibes, o en la España de Machado. Eso se lo debemos a ellos. Es una deuda grande, muy grande. Sólo se puede intentar pagar con dos besos, es decir, con amor, con mucho amor.

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MANUEL VILAS, "EL MUNDO", 13-MARZO-2010.

2 comentarios:

Borde dijo...

«El campo solitario era el lugar en donde la dictadura franquista se desvanecía por el simple hecho de que allí no había más que ríos, colinas, árboles y conejos».

Y tricornios.

Juan Carlos Gea Martín dijo...

Tal y como yo lo recuerdo, la verdad es que el franquismo, estando en todo e impregnándolo todo, estaba más que en ningún otro sitio en el campo y en los pueblos; en esas pavorosas entradas a los pueblos flanqueadas de árboles podados con saña y pintados con rodales blancos por las que paseaban las parejas -las heterosexuales y las de la Guardia Civil-, y al final de las cuales, en lugar de darte la bienvenida al sitio, un cartel erizado con un yugo y unas flechas parecía que te estuviera amenazando o maldiciendo de por vida. Hasta las cagarrutas de conejo perdidas por los caminos de los encinares, hasta las bellotas eran puro Franco.

O sea, que el franquismo, ahora que caigo, era un panteísmo.